MUCHAS FAMILIAS DE TANTAS
- Nohemí Fernanda

- 9 oct
- 6 Min. de lectura

ADVERTENCIA:
Las reuniones de la Asociación de Edificios con Traumas Anónimos (AETA), tiene lugar en la colonia “Santa Inés”, en la sección de Azcapotzalco se presenta en un terreno baldío por la calle 16 de septiembre. Todos los jueves una serie de edificios se reúne para contar las historias anónimas de sus habitantes, éstos no precisamente tenían que notar las reuniones, pues se llevan a cabo en la madruga.
En estas reuniones se habla de la vida interior de los inquilinos, si pagaban renta o no, si eran higiénicos, si cuidaban las instalaciones; pero también se contaba la vida cotidiana de los mismos, pues, así como los humanos, los edificios también deben ir a terapia.
Nos concentraremos en dos predios en específico Duraznos 17 y Alcanfores 85, pero se encuentran relatos de otros espacios puntualizados en los alrededores de la ciudad. Los inquilinos de estos dos edificios, los han dejado traumados. Las cosas que se contaban dentro de este grupo en específico, se recopilan en una serie de relatos que encontrarás más adelante, sin embargo, es necesaria una advertencia.
SÍ TÚ QUE ESTÁS LEYENDO ESTO, RECONOCES A ALGUNO DE LOS PERSONAJES, DEBES PROMETER EN VOZ ALTA QUE NO DIRÁS ABSOLUTAMENTE NINGUNA DE LAS INTIMIDADES AQUÍ CONTADAS, PUES LA "AETA" PUEDE BUSCARTE Y ENCONTRARTE POR ANDAR DE HOCICÓN.
RECUERDA: SON DE AZCAPOTZALCO Y POR AHÍ UNO DEBE ANDARSE CON CUIDADO.
(Los nombres, calles y números fueron cambiados por seguridad de los personajes (y mía).
CHABACANOS 107
Rosario no quería ser mamá. Tampoco pidió ser la esposa de nadie. Ella quería trabajar en los ferrocarriles con su padre. No pidió la vida que tenía, pero tampoco hizo nada por evitarla.
Vive en un predio de cinco pisos, con la estructura de un edificio de apartamentos, aunque sin divisiones: toda la casa está conectada entre sí. Siempre está llena de basura, botellas de PET, latas, papel, y cualquier cosa que pudiera venderse en la chatarra.
En su interior no solo vivían Rosario e Ignacio. También vivían nueve perros, cinco gatos, un millón de cucarachas, y su hijo drogadicto: Nachito. Rosario debe tener entre 65 y 70 años, aunque nadie lo sabe con certeza. Tampoco se sabe mucho de su infancia, salvo lo que ella cuenta sobre su padre y lo feliz que era cuando él vivía. Todos sabían que Rosario existía porque se le oía gritar a media calle, reclamando la existencia de todo ser vivo que la rodeara. No era feliz. Tenía un aire melancólico y agresivo que se notaba al verla pasar.
La dinámica dentro de la casa era desagradable. En la fachada había un taller mecánico donde trabajaba Ignacio con sus empleados, algunos perros amarrados y la suciedad de los autos. Pero al adentrarse, no solo era el basurero. La violencia entre los tres habitantes del predio era desmedida. Ignacio ignoraba a su mujer, prefería trabajar hasta las ocho de la noche con tal de no lidiar con ella. Rosario le gritaba a todo lo que se moviera, pero disfrutaba pelear con su familia, sobre todo con el imbécil de su hijo. Y uso esa palabra porque no hay otra manera de describir su existencia.
Nachito tenía entre 40 y 45 años, pero parecía mayor por el consumo de drogas desde su adolescencia. Había estado en la cárcel unas cuatro veces —por delitos menores: robo a mano armada, posesión de sustancias, alteración del orden público— pero nadie sabía que cargaba con varios muertos. Se dedicaba no solo al hurto, sino también a arrebatar vidas por diversión. Intentó reformarse muchas veces, tantas que ya ni se puede llevar la cuenta.
Era violento y peligroso. Se metía a los negocios a talonear gente para conseguir droga, golpeaba a hombres que consideraba débiles, insultaba y acosaba mujeres solo porque podía. Todos se preguntaban cómo es que siempre volvía a las calles, por qué Rosario lo recibía, por qué seguía lidiando con él. Al final, era su creación, ¿no?
Nachito no sabía otra cosa más que vivir del resto, sin hacerse responsable de nada. Tuvo una hija —la apodaban “la bastarda”— producto de un abuso sexual contra una mujer que vivía a unas casas de distancia. Jamás quiso hacerse cargo. Fue Ignacio quien decidió procurarla y visitarla.
“La bastarda” aparecía de vez en cuando en el taller para ver a su abuelo. Se cruzaba con su padre como si no se conocieran, como si no tuvieran parentesco. Disfrutaba estar con Ignacio, aunque siempre fue una estrategia de su madre para obtener dinero y compensar la mierda que le hicieron pasar en su juventud.
Hace unos años, Ignacio falleció. Pasó tres días tirado boca arriba en su casa. Le dio un infarto. Rosario no lo notó hasta que uno de sus trabajadores le avisó que no se había presentado en varios días.
La vida de Rosario no era llevadera. Todos creían que estaba loca. Hablaba sola, gritaba todo el tiempo, se golpeaba con señoras en la calle. También con su hijo, por las noches, en peleas violentas donde siempre decía que no quiso tenerlo, que se arrepentía de casi toda su vida, pero más de él y de su hermana. Porque sí, Nachito tenía una hermana que huyó sanamente de ese ambiente. Solo fue vista en el funeral de su padre, después de veinte años sin aparecerse.
Aunque Ignacio no era perfecto, siempre estuvo pendiente de su familia. Daba por perdido a su hijo, pero se reunía con su hija una vez por semana para conocer a su nieta. Ayudaba con dinero, se hacía cargo de la manutención de “la bastarda”, compraba las medicinas de Rosario sin que ella lo notara —porque si lo hacía, las tiraba por el retrete. Ignacio intentó recuperar a su familia, pero no lo logró. Sostuvo lo que pudo, pero se olvidó de sí mismo en el proceso. No le pasó algo muy distinto a Rosario.
Ella no quería a su familia. No quería a su hijo, pero lo sentía como la carga que le había tocado. Su hija no le preocupaba porque sabía que estaba bien. De sus nietas no quería saber nada. Tenía algo de afecto por su marido. Sabía que la cuidaba, que si tenían luz y comida era por el taller, que si sus medicinas estaban ahí, era porque él las había traído. De alguna manera, estaba agradecida. A pesar de todo, jamás la dejó sola. Hasta el día de su muerte.
Rosario dejó su vida de lado y construyó un caparazón que se fue haciendo más grueso con el tiempo. Se alejó de todo lo conocido, de todo lo que la hizo feliz. Empezó a escuchar voces y a hablar consigo misma. Al final, era lo único que tenía. Los problemas con su hijo y los golpes que recibía solo incrementaron su odio hacia la maternidad. Envejeció amargada y sola. Sí, con Ignacio, pero en el fondo sola.
Rescató un perrito para tener con quién hablar. Luego fueron ocho más. Vivían en podredumbre. Nadie la ayudó. Los animales vivían en los huesos. Se llevó dos gatos, que se aparearon y tuvieron crías, pero entre la suciedad y los problemas, no todos sobrevivieron. En la azotea había otros cinco perros. Hasta que un día, el edificio quedó en silencio. Nadie supo qué pasó. Solo sobrevivieron tres gatos y dos perros. De ellos sí podía hacerse cargo.
Tras la muerte de Ignacio, su hija contrató un camión de basura y vaciaron la casa. Le dejaron lo mínimo indispensable. Rosario enloqueció. Todo lo que había juntado por años para vender se fue. Se esfumó. Como si todo lo que valía en la vida se hubiera ido. Y con ello, algo cambió. Las voces desaparecieron. Se quedó realmente sola.
Nachito volvía de vez en cuando para pelear, drogarse y apañar comida. A Rosario ya no le importaba. Solo le gritaba que se fuera, aunque sabía que no lo haría. El olor a miados y podredumbre se fue, pero la decadencia quedó. El edificio está en ruinas. El taller, descuidado, aunque funcionando. Rosario se pasea recogiendo PET y acumulándolo en pequeñas cantidades para venderlo.
La vida no fue justa con ella. Y ella tampoco fue justa con nadie. Pero ahora se ve un poco más de paz. Una aceptación de que la vida pasó y no hay más que hacer. Ve a su marido en los espejos. Nunca lloró, pero lo recuerda con cariño. A veces siente su presencia. Las voces vuelven, pero ya no les hace caso. No puede cuidar de su casa, pero intenta cuidar de sí misma. Habla con la señora de la lavandería, con el de la frutería, comparte comida con el trabajador del taller. Al final, solo quedó ella. Y así seguirá siendo.
A veces se pregunta qué será de todo cuando ella se vaya. ¿Nachito se quedará con todo y hará un desastre? Eso ya no le apura. Solo se sienta en el umbral, mira sus manos con pecas y arrugas, y cae en cuenta de que sí: jamás fue feliz.




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