Cada 15 días llegaba el sábado.
- Nohemí Fernanda

- 2 abr 2022
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Actualizado: 11 abr 2022
Nohemí Fernanda

UH Rosario.
Volver a esa casa, me hacía sentir diminuta y vulnerable. Era como volver en el tiempo y ser la niña de 6 años que corría por "porquerías" a la tienda de enfrente para regresar a ver Piratas del Caribe III o El internado después de bañarse. Esa casa tenía una virtud y un defecto, podía remontarme a la mejor y a la peor época de mi vida. A cantar canciones de Agustín Lara o del Piporro, a las lágrimas más fuertes que pude derramar, al cambio abrupto de crecimiento en la niñez, a las ferias y los juegos de basket en las canchas. Regresar ahí, es volver a ser todo y nada.
Dicen que en la vida y en la historia los errores se repiten, pero esta vez los recuerdos se vuelven más nostálgicos que de arrepentimiento.
Cuando tenía 8 años, a mi hermana y a mí nos tocó vivir con mi papá por aproximadamente un año. Y digo nos tocó porque no teníamos mucha injerencia en las decisiones de qué hacer con las hijas y el matrimonio disfuncional, además como dice Cristina Pacheco, “Así nos tocó vivir” y sí, así nos había tocado vivir.
En ese entonces mi padre habitaba por el metro Rosario, exactamente en las unidades habitacionales. Para un mejor contexto, llegamos a vivir a esa casa desde que éramos pequeñas, pero sólo durante los fines de semana, pues era los días de convivencia con mi progenitor de acuerdo con el documento del DIF, que se había firmado años atrás.
La razón por la que esta casa de fin de semana se había convertido en mi casa de diario, era porque mi mamá se había tenido que desplazar de centro de trabajo a Cuernavaca, después de años de haber trabajado en un almacén de Tlalnepantla. Se habían llevado a mi mamá.
Nos quedábamos en casa de mis abuelitos, que era donde fallida e irónicamente vivía mi papá. Subíamos las escaleras hasta el tercer piso, entrada 9, Edificio Diego Rivera. Al terminar las escaleras, te encontrabas en un pasillo lleno de plantas, plantas en la barandilla y en colgadas en la pared, así como en el piso. Desde teresitas, hasta un maguey, desde un borreguito hasta las hierbas que se usaban en la comida del diario, epazote, perejil, cilantro, hierbabuena para el desempance, manzanilla para la buena digestión, entre muchas otras.
Al alzar la vista la puerta blanca, de esas que tienen vidrios con figuritas que te impiden ver del otro lado, departamento 201, se lee en uno de los costados de la puerta, en una pequeña plaquita con número amarillos. Entramos como todos los sábados, el piso amarillo de concreto con manchitas cafés, la sala color verde oscuro con detalles de madera en los cabezales y en las braceras y las paredes color durazno.
En la pared una foto mía y de mi hermana, tendríamos alrededor de 1 año y ella 7 años. A un lado, una foto de mis primos, ¡qué pésimo me caen los dos!. En fin, entrar a la casa de la abuela esta vez no era agradable, ni siquiera estaba. Ella y mi abuelo habían viajado al pueblo a cuidar de una de las hermanas de mi abuelita, se quedaron años allá y venían esporádicamente a ver a su hijo. Mi madre también se había ido y no la vería hasta dentro de 15 días ¿qué iba a ser de mí?, pero más importante ¿qué iba a pasar en mi nueva vida?
Como cualquiera puede imaginarse, la relación con mi padre no era presumible, un hombre de pocas palabras e injustas, que cuando se dirigía a mí era de forma humillante o para darme alguna orden. ¿Dónde estaba mi mamá? La primera noche soñé que ella estaría al despertar, pero obviamente no fue así.
—¡Ándale, ya es hora! – tenía escuela, estúpido 4° de primaria, estúpida nueva escuela.
—¡Ya deja de dar lástimas! - dijo mi padre al verme con lágrimas en la cara mientras me vestía el uniforme para ir a la escuela…
Pasaron 15 días y era momento de que mamá regresara. Mi madre pagaba un cuarto en Cuernavaca y además la renta de un departamento cerca del metro y cerca de la casa de mis abuelitos, ya que se supondría que viviríamos ahí con mi papá, pero no, para él era más cómodo invadir un hábitat conocido, además de ser gratuito. Claramente el pasaje, la renta de un lugar abandonado y de una recámara en otro Estado, además de aportar para la manutención de sus hijas, dejaba a mi mamá sin dinero para volver cada semana, pero eso lo entendí mucho tiempo después.
Cada 15 días teníamos a mamá en casa, pasábamos sábado y domingo con ella en el departamento en donde se supondría tendríamos que estar habitando. Comíamos helado, veíamos películas, nos quejábamos con ella, jugábamos juegos de mesa y éramos felices. A veces podíamos ir a tomar café y comprar una rebanada de pastel, pero el fin de semana acababa y mamá debía volver al trabajo.
En ese entonces el único consuelo era que faltaban 15 días para verla de nuevo, 15 días para pasarla bien, habría alguien por las noches, había alguien que escuchara, había alguien haciendo de tu vida algo menos amargo. Pero llegaba la fecha esperada y mamá no venía, pues la semana anterior nos habíamos enfermado y hubo que pagar la medicina, había que mandar dinero para el super y mercado, entonces había que esperar una semana o dos más.
Yo me pregunto hoy ¿Cómo habrá sido para mi mamá recibir mis llamadas de ‘te extraño’ a diario? ¿Cómo fue dejar nuestras vidas en manos de un extraño que sólo nos conocía los fines de semana? Pero llegaba el sábado y podíamos jugar, podíamos abrazarla, olerla y ese el único recuerdo que tenía durante 15 días.




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